domingo, 6 de octubre de 2013

Sunday Sketch: Encuentro Fortuito en la Atalaya

Para ser sinceros, más que un boceto dominical se trata de un boceto semanal; pues lo que nos traemos entre manos es una suerte de montaje de los bocetos que hemos ido intentando a lo largo de la semana. Los últimos retoques y el montaje en sí mismos, sin embargo, sí han sido realizados hoy domingo:

(Como siempre aconsejamos, pincha o clicka sobre la imagen, o las imágenes, para verlas con más detalle)

El lugar es una abandonada (¿aparentemente abandonada?) y ruinosa fortaleza de Salah ad-Din, en algún punto impreciso de la triple frontera entre Turquía, Siria y Persia; el momento, los inicios del imperio otomano, allá por el 1500, cuando ya pasaban cuatrocientos años del reinado del gran Sultán Ayubí y doscientos del último de su dinastía. Y pese a tocarle entonces el testigo de la hegemonía islámica, como se ha dicho, a los turcos otomanos, ninguno de los dos personajes que se han encontrado a los pies de la atalaya pertenece a esa nación. No sería de extrañar, pues bajo el mando otomano pulularon gentes de numerosos pueblos y razas, con culturas e idiomas completamente dispares. Así pues:


Uno es un viejo erudito persa, de una remota ciudad caravanera de la provincia de Jorasán. Desde sus inicios en la Madrasa de Nishapur, destacó como estudioso del Qurán, y recibió una sólida formación en la filosofía de los antiguos sabios griegos y alejandrinos; también era versado en la Haddith, en la jurisprudencia, en lógica, astronomía y otras disciplinas. La fama de su piedad y sabiduría llegó hasta la Sublime Puerta de Topkapi, en Estambul, capital y gloria del vasto imperio otomano. Reconocida por Suleimán su valía, fue encumbrado hasta las más altas dignidades, y sirvió como su consejero para muchos asuntos relevantes. Bajo su protección, pudo profundizar en sus estudios de la Geometría Sagrada e incluso le fue construido un observatorio, donde podía escudriñar los movimientos de las esferas supralunares, asistido por discípulos y pupilos a su servicio. Mas, sin embargo, los envidiosos lo indispusieron contra el Sultán, acusándolo de hechicero y adivino, y de conjurar en su contra. Así que nuestro erudito, exiliado, tuvo que alejarse de la corte y la capital, perdida su fe en la humanidad. Desde entonces, no se había vuelto a escuchar nada cierto de él, sólo rumores y habladurías infundadas. Entre susurros, se decía que había ido a vivir al terrible desierto de badiyat as-Sham, para realizar tratos con los djinn y los efreet, y otros espíritus inmundos, tramando su venganza. Nada más lejos ni más cerca de la verdad.



El otro es un mercenario de la lejana Valaquia, al servicio del Sultán, que había nacido de la unión adúltera entre un noble boyardo menor y una de sus siervas-esclava romaní. Para evitar que fuese criado por los tigani, fue entregado en secreto entre los monjes de un monasterio cercano a la ciudad de Târgoviste. Siendo siempre de sangre inquieta, sin embargo, pronto abandonó a los severos monjes ortodoxos, para tomar contacto con la gente de su madre, que eran caldari itinerantes, trabajaban el cobre, y eran conocedores de muchos secretos metalúrgicos, y aún de misterios más antiguos. Su padre, sin embargo, lo encontró y lo alistó a la fuerza como auxiliar de un voivoda local, que se unía a un mayor contingente liderado por el príncipe Vlad Draculea. Durante algunos años aprendió las artes bélicas bajo el inflexible mando del llamado "el Empalador"; pero tras la derrota de Vlad por su hermano Radu, al mando de su batallón de terribles jenízaros, nuestro bastardo se percató de que el futuro estaba con los turcos y sus cañones, cosa que lo decidió a unirse al estandarte otomano. Antes de cruzar el Mar Negro, se le hizo llegar una espada forjada por su muy venerable tío-abuelo, la última que forjaría; había sido fabricada con el metal de una piedra caída del cielo, que su familia custodiaba desde generaciones atrás, puesto que el anciano había profetizado que llegaría el día en que el muchacho habría de blandirla en una ocasión única.

¿Sería esta la ocasión que profetizó el anciano? ¿Qué motivo de recelo le hacía girar la cabeza, o qué amenaza podrían significar para el guerrero aquel sabio ermitaño de encanecidas barbas? ¿No sería más bien al revés, que el mercenario valaco, acostumbrado a las brutalidades de la guerra, y experto hombre de armas, podía segar la vida del erudito en cuestión de segundos?


Quizá la amenaza que supone el erudito sea a un nivel más sutil, casi espiritual; su profundo estudio de todo lo visible y lo invisible, las revelaciones del divino Plotino sobre los seres intermedios entre el Mundo de las Ideas y el Mundo Material, esos daimones de la tradición; e incluso su propia búsqueda mística, asociada a la Sura 72 o Sura del Djinn, apuntan a algo... Algo inasible, que puede llegar a confundirse con el zumbido de los insectos, con el viento entre las dunas o con el aullido de un chacal en la lejanía; no cuenta el sabio persa con que nuestro mercenario valaco había heredado de su madre una percepción más aguda de los fenómenos que están más allá de lo físico, y por eso es que, aunque están uno frente a otro, el de Valaquia ya ha girado levemente la cabeza, percatándose de ese algo, ese algo indeterminado...



Boceto extra:




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